El hombre vio al perro merodeando por los alrededores del caserío cuando todavía era verano. Era de capa negra y blanca, con la figura de los border collies, y mostraba una actitud que le resultó sorprendente. Llevaba la cabeza erguida, y se movía resuelto, descansando de vez en cuando junto a las vacas que pastaban en la ladera. En el riachuelo, cien metros abajo del caserío, bebía sin nerviosismo, como los animales grandes.
El hombre salió un día a su encuentro y le silbó de forma amistosa. El perro le evitó, internándose en un bosque cercano a paso lento, sin perder la compostura. Decidió entonces llamarle "Duin", que en lengua vasca significa "digno", "elegante".
Cuando llegaron las lluvias del otoño, el perro desapareció. El hombre pensó entonces que "Duin", un macho, habría llegado allí tras alguna correría. Eso explicaría su conducta, tan diferente de la de los perros abandonados, y también el hecho de que tardara varios meses en irse. En general, los perros que salían a vagar nunca sentían prisa por volver a casa. "En eso se parecen bastante a los humanos", bromeó el hombre en una cena con amigos. "La verdad, me habría gustado que se quedara", añadió. "Necesito un buen perro".
Llegó el invierno. El barro de los caminos se endureció, las orillas del riachuelo se helaron; arriba, en lo alto de los montes, asomó la nieve. Un domingo, al volver en coche a su caserío, el hombre distinguió una figurita cerca de las vascas de la ladera. Aceleró el coche y lo miró desde más cerca: efectivamente, era el border collie, era Duin. El hombre le llamó repetidamente, pero fue inútil. Su carácter no había cambiado. "Antes de Navidad comerás en mi mano", pensó el hombre. El animal estaba mucho más flaco que en verano, se le marcaban las costillas. Aparte, hacía mucho frío. Tendría que ceder.
Al principio, el plato de comida que dejaba junto al portón del caserío aparecía intacto. Luego, un día, mientras él trajinaba con los fardos de paja, el perro se acercó y comió. El hombre corrió hacia él con un azucarillo en la mano. "Toma, Duin". El perro escapó hacia la manada de vacas y se tumbó entre ellas.
"¿Las vacas dejan que se les acerque?". Los amigos del hombre estaban al tanto de la historia y le pedían detalles. "No solo eso", respondió él. Una de aquellas noches había ido donde las vacas para ver si podía meterlas en la cuadra, y las encontró agrupadas, formando una piña. En el centro, como en un nido, estaba el perro. "Las vacas y él han formado una sociedad", dijo el hombre. "Ellas le dan calor, y él les lame y les hace compañía". Uno de los amigos meneó la cabeza: "Llegará Navidad, pero no comerá de tu mano. Apuesta lo que quieras".
No apostó, pero lo intentó de todas las maneras. Con galletas, con trozos de carne, con huesos. El perro se limitaba a mirarle. Luego, por la noche, vaciaba el plato. "Prefiere la compañía de las vacas", dijo el hombre a sus amigos. La Navidad había quedado atrás, y él estaba resignado. "Deja de darle comida. Se marchará y volverás a tener paz", le dijeron sus amigos. "Se marchará, pero no por eso", dijo él. Había decidido vender las vacas. Sin ellas, estaba seguro, el perro no querría quedarse.
El camión que vino a por las vacas llegó aquella misma semana. Nada más oír el ruido del motor, el perro se puso alerta. Luego, cuando vio que abrían la parte trasera del vehículo y colocaban una rampa, empezó a ladrar. El hombre le gritó: "¡Aparta de ahí". El perro le enseñó los dientes. Tenía los ojos desorbitados. "¡Qué le pasa a este perro! ¡Parece rabioso!", dijo el tratante, un hombrón. Para entonces, las vacas se habían contagiado de la inquietud del perro, y correteaban sin sentido, subiendo y bajando por la ladera. "No quiere que nos llevemos a las vacas. Eso es todo", dijo el hombre. "¿Es tuyo?", preguntó el tratante sacando una palanca de hierro del camión. El hombre avanzó unos pasos hacia el perro. Los ladridos se volvieron histéricos. "¿Es tuyo?", volvió a preguntar el tratante. "Sí, es mío", dijo el hombre.
"Al final, tuvimos que sacar las vacas por el lado del riachuelo. Pero, con todo, nos costó dos horas", explicó el hombre a sus amigos. Hablaron del caso durante toda la cena. Ninguno había visto nada parecido. "Cuando se quedó solo empezó a aullar, y no calló hasta la mañana siguiente. Luego se fue", dijo el hombre... un hombre llamado Axenxio Hondarzabal, quien, hace casi veinte años, me contó una parte de esta historia."
BERNARDO ATXAGA
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